Alpatacal y hollín

Me senté en la arena tibia. Pequeñas hormigas iban y venían en una frenética danza a mi lado. Mi latita de café guardaba tesoros como el boleto de “El Internacional” y mi muñeca de trapo.

Me senté en la arena tibia. Pequeñas hormigas iban y venían en una frenética danza a mi lado. Mi latita de café guardaba tesoros como el boleto de “El Internacional” y mi muñeca de trapo. Me quedaba esperando por horas mientras masticaba mi dulce de alcayota. Las espinas rasgaban mis pantalones sin embargo no se veía el daño. Eduilio, mi tío abuelo, era maquinista de “El Internacional”.

Cuando no era época de cosecha ni de atado de la vid me llevaba a recorrer el país. No es que no amáramos el desierto, donde recogía los chañares además de los junquillos que usaba para construir los cestillos que vendíamos en los Buenos Aires. Pero cuando las vías llegaban a La Pampa, ése aroma a humedad y el verde parecían surrealistas. Pastos silvestres sin acequias ni canales que los alimentaran, árboles majestuosos.

Mi muñeca de trapo había perdido una ceja y mientras seguía aguardando su llegada me entretenía observando un majestuoso jote que extendía sus aterciopeladas alas persiguiendo a un resbaladizo cuy. Unos pájaros inmensos atravesaban el amarillento cielo al tiempo que intentaba quitarme el hollín del broderie de mis zoquetes.

Habíamos cruzado a Chile por esos inmensos túneles enmascarados por nieve. Me divertía haciendo eco mientras mi tío sintonizaba la AM chilena y escuchábamos a Edith Piaf y a Gardel. Cuando podía deslizaba mi mano en el overol y me apropiaba de un cigarrillo que encendía en la caldera. El humo cálido del tabaco parecía congelarse con el gélido ambiente al abrir la ventanilla.

Debajo del overol solía encontrar alguna revista de mis actores favoritos de la radio que escuchábamos con mamá comiendo una raspadita al rescoldo: siempre me exigía escribir en un papel cada palabra que no entendiera para luego buscarla en el diccionario. Teníamos ciertas ventajas al poder acceder a libros y revistas ya que por los viajes a Retiro o a Santiago resultaba más económico comprarlos usados.

El mar lo conocí en el pacifico en un viaje muy extenso pero fue en invierno, porque a mi Tío no le gustaba cruzar al vecino país en verano. Decía que siempre con el calor se movía el suelo, que venían los terremotos. Debido a ésa situación no hacía más el recorrido de Atacama, uno de los lugares que siempre me describía: arenas, soledad pero el mar custodiando la sequedad. Eduilio había sobrevivido al maremoto de 1922 arrastrándose hasta las partes más altas de los rocosos médanos. Por ello desde aquella tragedia odiaba y evitaba viajar al país trasandino.

Eso era lo que me inquietaba: que hubiese aceptado aquel viaje, pero conociéndolo su sentido del honor y el “deber ser” estaba por debajo de sus temores. Tenía un carácter árido como los parajes de Alpatacal en La Paz. Sus comentarios eran agrestes, pero sus detalles eran lo opuesto y era el primero en acudir ante alguna emergencia. Me había pedido que lo esperara porque, como mis notas en álgebra habían mejorado, me llevaría a los Buenos Aires. Podríamos recorrer las calles, llevaría mi muñeca y los ahorros de la cosecha para comprarme unas lanas para tejer y algunos libros como los que veía en la biblioteca del pueblo. Mi tío me había contado de La Boca y ese puente mágico por donde pasaba el tranvía de la Compañía Tranvías Eléctricos del Sur, que unía Lanús con Constitución.

Continuaba sobre la arena, el sol estaba enardecido pero mi piel parecía no sufrirlo. Tampoco sentía sed. Era extraño, parecía no cansarme. La otra formación llegaría con un contingente de militares chilenos que asistirían a la celebración por inauguración de la plaza Bartolomé Mitre y, al día siguiente, la celebración del Día de la Independencia Argentina en la Capital del país. Yo aprovecharía para disfrutar de los desfiles y la garrapiñada que mi tío me compraría. El olor a humo parecía no querer dejar mis ropas, me extrañaba porque estaba todo impecable gracias al agua de jume y al jabón “El Federal”. Sin embargo no conseguía desterrar ése aroma a fuego de mi olfato. Quizás la demora era por el lunch que les habían ofrecido en la capital mendocina, seguiría aguardando un ratito más. Eduilio nunca me dejaría sola.

Había una extraña roca que antes no había visto. Resultaba cómoda para apoyar mi espalda, flores de colores y papeles con nombres la protegían del viento abrasador. En aquella inmensidad donde nunca venía nadie ahora llegaban con ramos y cartas. Decidí acercarme a mirar que decía ése extraño monumento, quizás de la parroquia habían construido un monolito para la virgencita del desierto. La frase Alpatacal y una lista de nombres en bronce con la fecha del 7 de julio de 1927, ¿hoy? No había sucedido nada, solamente ése letargo, esa espera interminable. Sentía una opresión en mi pecho, una pérdida, una ausencia. Abracé de nuevo a mi muñeca cuando comenzaba a anochecer… quizás “El Internacional” llegara a Alpatacal.