Mi recorrido hasta el almacén fue extenuante. La nieve parecía haberse transformado en un bloque de concreto y el olor a petróleo incinerándose invadía mis fosas nasales. El denim de mis pantalones resultaba extremadamente grueso y extraño a mi piel, al igual que el cuero de mis botas con una particular rusticidad que lastimaba mis pies.
Mis compras serían lo más escuetas posibles: tabaco para mi pipa, un poco de cerveza de raíz y papel madera para usarlo debajo de mi raída camiseta.
Luego de climatizar mis agrietadas manos con el calor de la salamandra, una lata de grasa de ballena atrajo mi atención. Sería indispensable para poder continuar mi trayectoria en ése ambiente tan agreste.
Verifiqué mi boleto del SS Princess Sophia. Tiempo atrás algunos amigos habían emprendido la búsqueda a los yacimientos de oro y no habían vuelto más al pueblo por lo tanto Yukón había quedado desprovisto de oportunidades y jóvenes.
Mi viaje era supervisado por MacAdams y un grupo de ingenieros que tenían como objetivo vender una mina en Yukón para reinvertir en la comarca y así movilizar el comercio en el gélido lugar. Un grupo de perros para los trineos nos acompañaba: Yaki, un ovejero belga blanco, escoltaba mis pasos. Parecía presentir mi ansiedad.
Para ser octubre el frío se percibía más extremo que lo normal y el buque transatlántico se demoraba en llegar. Yo jugaba con Yaki ofreciéndole mis guantes, tirando una y otra vez mientras él mordisqueaba el extraño cordón amarrado a la orejera que se introducía constantemente en mis oídos. Desde lejos una niña de trenzas cobrizas me observaba fijamente meneando la cabeza. Sostenía un sonajero de conchas y semillas y susurraba una melodía extraña, metálica, donde notas raras sonaban en un ritmo que me resultaba familiar.
Tomé la rienda de Yaki y me acerqué a saludarla. Le pregunté cómo se llamaba y me contestó: -Soy Shioban, no deberías subir al barco- me dijo mientras repetía unas palabras inentendibles en su monótona canción que parecía de alguna tribu lejana. Dejaba de balancear el sonajero para mordisquear un trozo de venado salado. Respiraba y reiteraba “no deberías subir…”.
Las letras del SS Princess Sophia se imponían en aquella masa de acero gris confundiéndose con el plomizo cielo. En el horizonte se perfilaba una tormenta. Abrí la lata de metal y embadurné mis manos con aquella mixtura oleosa para aliviar los embates del Pacífico y sus sales. El aroma me resultaba extraño: era como si lo percibiera por primera vez. Lo mismo sucedió con el tabaco.
Shioban apareció inesperadamente, se sentó junto a mí y con un extraño instrumento que parecía pertenecer a los nativos Kaska comenzó a emitir compases en cuatro cuartos. Su pequeña mano rasgaba el tejido animal. Su voz emitía nuevamente sonidos monódicos y en latín. Sus ojos inexpresivos parecían fundirse en mi mente mientras la nave comenzaba a moverse lentamente.
El viento arrastraba con violencia la embarcación y la visibilidad era nula. La sirena comenzó a sonar para contar los segundos que el eco demoraba en regresar y, de esa forma, era posible intuir si había algún objeto cercano que pudiese producir algún accidente. El capitán Locke nos recomendó usar un salvavidas y permanecer juntos.
Por la mañana una densa niebla continuaba con su supremacía sobre las olas y la sirena parecía unirse al mantra de Shioban y su tamboril. Yo me limitaba a fumar tabaco, me divertía leyendo la envoltura que recitaba el enunciado “La Tabacalera”. El aroma terroso, dulzón y astringente se adhería a mis dedos como la grasa de la ballena. La jornada transcurrió entre whisky, café y las anécdotas de los espíritus de las minas en Yukón. Simultáneamente Shioban nos miraba desde una esquina, impávida.
Por la noche mientras tomábamos unos tragos un golpe estremeció toda la nave. El lujoso transatlántico había encallado en el arrecife. El capitán comenzó a enviar S.O.S. y nos alertaba para que estuviéramos preparados para cuando llegaran a rescatarnos. Las horas pasaban, se restringió la calefacción y la iluminación. La quilla se hundía lentamente. Gritos de desesperación, plegarias, los Han, los Tutchone, improvisaban un rito rogando clemencia al mar por la intromisión en sus dominios. Al mismo tiempo Shioban observaba desde su esquina con una risa maliciosa.
El operador de radio, David Robinson, enclaustrado en su habitáculo, enviaba un mensaje tras otro exclamando que se apresuraran, que el agua estaba invadiendo el barco. Las olas se apoderaban del lugar, yo me aferraba a Yaki con mis ojos entrecerrados mientras Shioban seguía impoluta sin conmoverse.
Un segundo golpe me hizo sobresaltar: un ruido metálico retumbó y vi cómo se fragmentaba mi CD de Bad Boys Blue con el single “The house of silence” en la cerámica terracota. Conservaba un auricular incrustado en mi oreja izquierda. Levanté la mirada lentamente… sus ojos me observaban con el ceño fruncido mientras resoplaba y mascaba vigorosamente un chicle, me señaló: “le confisco el discman” y añadió: “no debería haber subido”. El Departamento de Historia Americana presentaba una conferencia sobre Jack London moderada por Shioban O’Riley en el primer piso la Maestría en Literatura Americana. Apreté mis cuadernos pero resbalaron de mis manos: la oleosidad continuaba en mi dermis.