Mis suegros habían invadido mi casa con la excusa de un trámite que debían realizar en la ciudad. Por la tarde yo tendría que visitar a mi cliente, su estadía se había trasladado a Agua De las Avispas. Me hice un sándwich de pan casero y crudo mientras preparaba las preguntas que le llevaría.
Mi auto estaba cubierto de polvo pero no sería necesario lampacearlo porque el trayecto por la montaña se encargaría de ensuciarlo. Todo el recorrido era un caos para mi Logan sobre todo en lo que respecta a los amortiguadores.
El doble cierre perimetral me recordaba la lista de Schindler junto a esa torre vigía con la cordillera por detrás. Continuaba esquivando los montículos de tierra hasta que pude estacionar debajo de una tela media sombra que ya estaba cediendo a las notables influencias del viento, el sol y la nieve en su tejido. Respiré hondo y miré por el espejo retrovisor: no quería cruzarme con los pericotes que aguardaban mi visita.
Milagros era el nombre de mi defendida, mi primera asesina en mi práctica penal. Había culminado su clase de vóley en el predio de deportes. Me llamó la atención su estatura muy alta, su cabello cortísimo y sus ojos color avellana. Su aspecto denotaba una degradación por los embates del alma y lo árido del lugar. Me preguntó si traía algo dulce, tenía una vauquita en mi cartera y se la ofrecí. Su mirada se iluminó por un instante mientras sujetaba un cartoncito en su mano.
“En fin, vas a tener que decirme toda la verdad si querés que arme tu defensa” le dije. Ella continuaba estrangulando el papel sin responderme. Pude observar que era una invitación de cumpleaños de una pequeña niña. Ella seguía sin pronunciar palabra, sólo bajaba la cabeza y cerraba los ojos.
Por otro lado, desde un principio toda la situación me irritaba: se me había asignado éste caso como mi actividad pro-bono por lo tanto no invertiría ni en activos, ni en el trabajo de mi bufete para defenderlo. Además de que el caso había salido en todos los diarios con una foto de Milagros frente a una casa quemándose… estaba destinada a cadena perpetua porque sería televisado y por jurados.
Milagros abrió el empaque de la golosina mientras cantaba suavemente:
“Ojalá que no pueda tocarte ni en canciones, ojalá pase algo que te borre de pronto, una luz cegadora, un disparo de nieve,
ojalá por lo menos que me lleve la muerte para no verte tanto, para no verte siempre, en todos los segundos, en todas las
visiones... Ojalá que no pueda tocarte ni en canciones”.
Ya mi nivel de paciencia llegó a su límite y le reiteré: “¿Realmente te interesa que sea tu abogada?”
“Quiero que me escuches -me dijo- no me arrepiento de mis actos y estoy dispuesta a una pena de cadena perpetua pero solamente
quiero que alguien escuche lo que tengo para contar.”
Encendí mi Benson y con fastidio le asentí: “-Hablá.”
Todo lo sucedido fue una correlación de hechos –me explicaba- un hecho fue sucediendo al otro y con mi sentencia aquí finalizaría todo. Por ello no siento remordimiento de nada. Nosotros siempre vivimos en una finca en La Paz, mi padre tuvo un almacén y con eso pagó mis estudios de perito mercantil. Mis vecinos, en cambio, tenían árboles frutales. La producción que adquirían la vendían a Buenos Aires. Según mi tía, después de los 70’ por inversiones en la bolsa habían podido acceder a comprar todas aquellas hectáreas porque antes se dedicaban a ser capataces del empaque de ajo del pueblo. El ascenso económico de ésta familia fue abismal y mucha gente desconfiaba de ellos, yo sólo me limitaba al hola y adiós.
En fin, terminé mis estudios, me recibí de perito mercantil y comencé a llevarles los libros a los comerciantes del lugar. Me casé con Aníbal Gómez, mi novio de la adolescencia, que adiestraba perros de la sección de canes de la policía. La rutina diaria transcurría entre el trabajo, plantar la huerta y elaborar nuestras propias conservas. Luego de muchos años de casados llegó Margarita. La única ambición que teníamos era vivir en paz en el campo. Aquella felicidad duró poco. Durante una de mis recorridas en búsqueda de remitos y facturas llegué con mi Citroën c3 a casa a calentar agua para el mate. Me sorprendió que la puerta estuviera abierta. Aníbal estaba inconsciente en el suelo. Margarita no estaba. Revisé toda la casa, por la huerta, sin respuesta. Auxilié a mi esposo y llamamos a la policía para denunciar lo acontecido. Aníbal vio un pequeño papel sobre la mesa con una dirección: era de una bodega abandonada en las afueras del pueblo. Los minutos parecían siglos hasta que llegamos al lugar. Un portón de chapa estaba atracado con unas piedras, Aníbal con dos oficiales lograron moverlo para encontrarme con una imagen indescriptible. En el cuarto de la cava había una silla de metal donde en el lugar del asiento se encontraba una malla de alambre. Mi bebé estaba allí, al lado una picana sobre un cajón de frutas. La tomé en mis brazos y le hablé durante horas, yo sé que podía escucharme... pero no respondía. Luego me medicaron para que la soltara.
En la pared habían escrito: “Todo llega Gomes”.
Mi Gómez era con Z, no con S.
Mi tarea luego del sepelio fue hacer una exploración de todos los Gomes con S de las cercanías del pueblo. Descubrí que los vecinos de mi padre tenían una parentela Gomes quienes estuvieron involucrados en conductas non sanctas y que mucha gente tenía cuentas pendientes a cobrarles.
La investigación me llevó a la familia Flinchman la cual nunca habría sido la misma desde que se llevaron al Doctor en Filosofía Flinchman al D2.Por lo tanto lo rastreé y encontré que vivían en una finca en Luján. Me tomé mi tiempo y una noche sin luna me oculté cerca de la casa central. Cerré herméticamente puertas y ventanas para más tarde encender el techo de la vivienda…
"Eso, Doctora... Nadie certificó el apellido de Aníbal... decidieron y sentenciaron a mi hija por un error ortográfico... Sucesión de hechos... Nada más", me dijo.
Tomé mi Celular y llamé a Darío: "Darío juntá todo el equipo para armar el alegato."