Su presencia instauraba en mí una sensación de terror y magnetismo. La barba larga y oscura, sus pantalones de vestir, el sobretodo amplio y manchado por el roce. Se notaba que no era un hombre anciano pero su rostro estaba ajado por el sol como un libro que es abandonado a la intemperie. Sus manos grandes parecían siempre estar llenas de arena. A pesar de su descuido, su caminar denotaba una elegancia innata: ésa que no se aprende sino que proviene del origen. Una melodía habitaba en sus labios la cual me era imposible escuchar debido a mi aversión a una proximidad física.
El Parque Rivadavia era mi lugar en el mundo. La calesita, los puestos de libros, ese olor molesto a orines de gatos mezclado con humedad anunciaban mi recorrida a encontrar tesoros. Sin embargo otro de los atractivos era el observar a mi ininteligible amigo. A veces cuando él estaba en otro lugar del predio yo le dejaba un termo con café cuando las temperaturas congelaban el aire. Por el contrario si el calor molestaba, una limonada con hielo ocupaban el mismo recipiente. El termo aparecía al lado de la calesita. Se había transformado en un lenguaje que sólo lo conocíamos nosotros.
Lo más fascinante era ver su danza de sombras con el columpio después de que los pequeños habían abandonado los juegos, él se aproximaba a la hamaca del medio y la movía hasta que lograba proyectar una sombra que acompañaba con una canción. Sus ojos se iluminaban y la cordura instalaba una sonrisa de estabilidad en su cara por un instante. Luego corría al arenero, introducía sus manos hasta fundirse y se quedaba petrificado en esa posición.
Nuestros encuentros siguieron así: distantes, lejanos, impersonales. Yo anexaba ropa, viandas, el café e inclusive una radio a pilas para mi peculiar compañero. Pero un día él me esperaba en la calesita con el termo. Me miró y me dijo: -Gracias por su café y su compañía-. Sus palabras resonaron en una tonalidad casi perfecta. Continuó –No le hablo porque viene Gero y él ama la hamaca.
-Entiendo- le dije.
Entonces tomó el columpio y su extraño ritual con las sombras se inició nuevamente. Pude descubrir cuál era la canción que durante tantos meses había sido algo prohibido para mis oídos. Mientras las sombras del columpio se volvían grandes él entonaba:
“Llévame donde estés, llévame... Cuando alguien se va, el que se queda sufre más...”