Aroma a Berlioz en la nieve

Venía un olor raro de los cerros...

Era un agosto con más nieve de lo común. Los habitantes de Las Cuevas estábamos enclaustrados por tantas nevadas. Los más viejos presagiaban alguna tragedia. Había llegado un telegrama avisándome que me necesitaban en la temporada. El membrete con mi nombre Anna Paula iluminaba el papel. Me desempeñaría en la sección de rehabilitación.

Mi retorno a la Villa Las Cuevas había sido hacia unos meses porque había terminado mi carrera de kinesiología. Por ello me había trasladado a la Ciudad hacía dos años y volvía al pueblo cada vez que podía. Ya con mi certificado estaba lista para poder aliviar afecciones reumáticas y reumatismos degenerativos como la artrosis. A su vez reumatismos inflamatorios como la artritis además de reumatismos peri articulares como tendinitis.

Los pueblerinos como yo sólo sabíamos del Hotel Termal Puente Del Inca por los empleados que trabajan allí y por las noticias del diario ya que los que tenían acceso a éste lugar eran sólo turistas del extranjero, de Buenos Aires y los pequeños burgueses dueños de bodegas. Por ejemplo en el diario Los Andes había visto una entrevista a Athos Cozzi, el dibujante de la historieta “Tucho, de Canillita a campeón”, que siempre visitaba el lugar en el verano.

El dibujante de la historieta siempre visitaba el lugar en el verano.

En fin, era todo un logro poder conocer ése atractivo turístico donde el tren llegaba directamente sin hacer escala en Mendoza. Los servicios que se ofrecían eran los mismos que en Europa: la misma vajilla, la misma platería y hasta se imitaba el mismo menú. Lo más innovador era un túnel subterráneo que comunicaba el edificio principal con la fuente termal donde estaban las surgentes de las aguas.

La arquitectura era de construcción Inglesa y servían vinos franceses para los paladares más exigentes. Se le llamaba la gambuza donde guardaban vinos que tenían más de treinta años de añejado. Para los cinéfilos había una sala de cine además de una mesa de billar y cancha de croquet para quien lo requiriera.

A los obreros no se nos permitía pertenecer a “ese” espacio, solamente si nos ocupábamos de nuestros deberes de servir. Tampoco establecer algún tipo de vínculo (con los pacientes en mi caso). Simplemente atender sus necesidades.

Los que mejores propinas daban eran los que se hospedaban en la zona más exclusiva a la que llamaban “El Pabellón del Río”. Al principio lidiaban con la puna porque los 2.720 metros de altura influían en los organismos de los visitantes, pero luego el aire fresco y las aguas sulfuradas ayudaban a relajarlos.

Mi abuelo estaba nervioso. Mientras fumaba su pipa me decía: “Qué rara la montaña, los cerros están muy llenos… demasiada nieve blanda. Hay un ruido extraño en el viento… No me gusta…”. Yo le decía que no fuera pájaro de mal agüero y partía al hotel. Tenía varias terapias que aplicar ése día.

Era un día hermoso con un sol radiante pero la nieve estaba tan blanda que me hundía hasta las rodillas. Llevaba un bolso con los zapatos lustrados para cambiarlos cuando arribara. Era preciso llegar en perfectas condiciones y nunca entrar por la puerta principal sino por la de servicio. Los baños estaban lujosamente dispuestos y había un perfume cítrico que ayudaba a quitar el olor a azufre del agua. Las toallas utilizadas debían lavarse apenas concluía el servicio porque si no el color naranja del mineral invadiría el tejido. Revisaban mi bolso floreado cada vez que salía verificando que no me llevara toallas, jabones o los ungüentos que utilizaba. Era bastante denigrante tener que tolerar aquellos tratos pero el dinero de las propinas equiparaba el sueldo de tres meses en el ferrocarril o la proveeduría. Para los encargados del lugar éramos invisibles, sólo objetos útiles para poder poner en marcha la maquinaria de su empresa.

Había terminado mi jornada y retorné a casa. Mi abuelo estaba escuchando el radioteatro, mientras yo preparaba el guiso de lentejas para cenar temprano. Quería leer un libro nuevo sobre terapias de agua helada y caliente para tratar la psoriasis.

"Hay un olor raro desde el cerro, la nieve está muy floja, no me gusta...

La botella de Jerez seguía esperando que la abriera, sobre el aparador. La pipa fue encendida de nuevo y escuché: “Hay un olor raro desde el cerro, la nieve está muy floja, no me gusta...”. Le dije a mi abuelo que no me asustara, que tenía que terminar de leer, debía aprovechar el kerosene de la lámpara.

Terminó el radioteatro y comenzó el ciclo de música clásica, nos encantaba porque había un experto de la Universidad de Cuyo que describía la pieza musical y la biografía del compositor. Era el turno de la Sinfonía Fantástica de Berlioz. Los primeros compases del Dies Irae helaron mi sangre y la oscuridad me inundó. Una masa de hielo me apretujaba y no podía respirar. Empecé a moverme hasta que formé una cueva y fui cavando hasta llegar a mi abuelo. Me aferré fuertemente a él. Lo rodeé con mi poncho de vicuña y rogué que alguien llegara a rescatarnos. Él susurraba “venía un olor raro de los cerros…”, tenía razón. La montaña se vengó del lujo y yo no dejaba de temblar. Mis dedos estaban hinchados como una salchicha alemana, no podía moverlos. Pero ignorando el dolor conseguí mover mi mano y encontré la botella de Jerez que había guardado en mi saco de lana de llama.

Le di un trago a mi abuelo y me mojé los labios: mucho alcohol aceleraría el congelamiento de nuestros cuerpos por eso simplemente era para tener una sensación de calor momentánea en la boca. Es insólito lo que uno piensa en situaciones extremas, quizás la mente hace esos juegos para librarnos del horror. Recordaba lo que decían en la radio sobre la Sinfonía, el comienzo del Dies Irae con la combinación de fagotes y tubas, lo que había contado sobre el juicio final, esos compases taladraban mi cabeza. La tonalidad de Do menor, baja y oscura como la nieve. Estaba absorta en mis pensamientos cuando mi abuelo me dijo: “Germán nos debe estar buscando, seguro debe estar por llegar”. Germán era un gendarme muy amigo de mi abuelo, tenía un ovejero adiestrado para poder salvar a gente extraviada en la nieve. Agregó: “la única salvación es que él se acuerde de nosotros, los rescatistas van a salvar a los turistas primero”. Era lógico que primero tuvieran prioridad los turistas y la gente del hotel, los visibles. La gente como nosotros, no visibles, seríamos los últimos.

Pasaron horas interminables en las que me ocupaba en mover las extremidades de mi abuelo para intentar salvarlas del frio y de una futura posible amputación hasta que me rendí a la anestesia provocada por el gélido ambiente.

Escuché unos ruidos y vi un hoyuelo de luz, entreabrí los ojos y escuché mi nombre “Annita”, desde lejos como si fuera un eco. Intentaba moverme pero sentía todo adormecido. Un hocico y un brazo se abrieron paso por el hueco y me sacaron al sol. Yo llevaba pegado del brazo a mi abuelo que respiraba bajito.

Horas más tarde estábamos en el Hospital de campaña de Gendarmería con nuestras manos y pies en agua tibia y suero para hidratarnos. Efectivamente nos había ido a buscar Germán y con ayuda de su can, luego de diez horas, nos había encontrado.

En el hotel sólo sobrevivió el conserje que salió despedido de su silla en la nieve y pudo él mismo resurgir de su tumba blanca. El alud arrasó con el pueblo ferroviario y el caviar del Hotel. Junto a lo que se veía y lo que no, bajo la nieve, quedaron las vajillas, los vinos Franceses, los zapatos simples y los sueños de decenas de trabajadores.

...tuvimos que mudarnos porque la Villa quedó arrasada.

Después de semanas tuvimos que mudarnos porque la Villa quedó arrasada. Nos trasladamos a Uspallata donde trabajaría en el Hospital. Mi abuelo continuó escuchando a la noche su radioteatro y la música clásica mientras yo siempre le pregunto si huele olor raro en los cerros…